jueves, 19 de marzo de 2015

La chica de la cresta


La estrecha calle que daba la espalda al mercado municipal tenía recovecos. A la salida del trabajo, el gandul frutero, fortachón y bien plantado a sus treinta y dos años, se reunía cotidianamente con una joven que atraía las miradas por su cresta rubia rodeada de una cabeza rapada teñida de verde. Mujer alta, con formas y pantalón de cuero que desafiaba al viandante. Se solían coger de la mano, echarse unas risas y dar unas zancadas hasta uno de esos recovecos en que se besaban apasionadamente y, si ocasionalmente les caía la noche, se atrevían a algo más. Lo que más morbo daba a aquel pillo de la pasión de su chica no eran sus ojos en trance, ni el trasero, ni los pechos que tanto invitaban a jugar. Era el aro que colgaba de su labio superior y daba a los besos de aquella fiera encrespada un sabor metálico que le recordaba a la infancia junto a su padre en la herrería.


Era una muchacha inteligente, que daba tumbos entre los libros académicos, siempre logrando dar un paso adelante en su formación dejando que en ese recorrido sobresaliera la medalla de un nuevo episodio vital experimentado con intensidad. Sin embargo, un buen día ella le lanzó el gran desaire, y él quiso ser más orgulloso que conciliador. El resultado fue que la joven encrespada salió de la vida del esbelto frutero. Durante años, tuvo aquel hombre un recuerdo recurrente, a veces nostálgico, de la época de a dos. Con la edad, cuando caía en tal estado solía acabar por preguntarse qué habría sido de ella. El tiempo había hecho de él un padre sin más sueños que los del sustento, y la memoria que trazaba su recuerdo, convertida ya en una brumosa fantasía a base de su recurrencia, la imaginaba viviendo a cien en mundos alternativos. Sin embargo, un día cogido de la mano de su hijo y presa del febril celo con que lo solía observar su posesiva esposa, la vio por la calle, vestida con una chaqueta y falda, camisa azul y pañuelo. No la reconoció en un primer momento: venía caminando escondida tras unas gafas de sol en alegre conversación con un dandy. Pero ella, su amor, su deseo metálico, se paró a su altura, con un gesto de la mano se retiró las gafas negras y le miró directa y punzante… para luego calárselas de nuevo y seguir su marcha en un desaire que todavía mostraba el orgullo ante la vieja rencilla. 

viernes, 6 de marzo de 2015

El príncipe y la rosa


Unos ojos inconformes con el amor, quizá algo rebeldes, buscan día y noche, a través de calles, mercados, colas de cine y pubs con cierta aureola, un gesto, una palabra atrevida que les apunte certera. Buscan la frescura entre fértiles y lozanos cuerpos jóvenes, y sienten atracción por la madurez sedimentada de una inteligencia elaborada en rostros más transitados.

Percibe, el individuo que luce esa inconforme mirada, como una posibilidad de la madurez lúcida tras los desengaños de la fantasía prometida, que puede caer en la tentación de hacer suyo el lema de que en la variedad está el gusto. Cuando ve una sombra que le atrae hacia la realización de la ingenua pureza añorada y, creyó, perdida, su atención despierta a esa promesa de ternura, equilibrio, afecto y lazo. Camina, por un sendero con múltiples ramificaciones, buscando la senda oscura que le llame hacia esos significados dispersos aún: el libro de tu interior leído por ella. Porque sobre el papel acabará cayendo la lluvia, y quedará en papel mojado: más vale que se humedezca por lágrimas de amor que desdibujen las letras escritas con dedicación dejando que, ese sentimiento de tristeza o exaltada alegría ajena por nuestra voz tintada, penetre en nuestro interior.


Por un feliz encuentro con esa flor.