lunes, 27 de abril de 2015

Reivindicación del alfil


Un hombre amante del rock escucha la elegía de una banda con solera a través del equipo de música de su coche mientras, liberado, sale del trabajo. Pese a que la luz de la tarde ya es tenue, se cala las gafas de sol y se lanza al pensamiento: afortunado se siente por un empleo que alcanzó por una educación aventajada y los contactos adecuados. No se siente más válido que otros muchos que han corrido peor suerte, pero cree que tiene conciencia, y, en su secreto orden de las cosas, lo valora más que una cualificación destacada.

Circula nuestro hombre, plácido, en su coche de primera mano, henchido de confort. Con una sonrisa exterior que genera la envidia de un vendedor de pañuelos en la espera del semáforo: cuéntese que el pobretón ve el cuadro completado por las gafas caladas, la ropa elegante y el bonito coche… Con una sonrisa exterior, observa al vendedor de pañuelos y le entra una ligera punzada en el corazón. Es el arte de tener conciencia. No baja la ventanilla cuando el vendedor da unos golpecitos en ella, pero lo sigue por el retrovisor, sacrificado, expuesto. Ejercita esa privilegiada conciencia de la que hace gala, y se pregunta por qué, por qué la ventura comete tales dislates. Avanza con su coche cuando el disco se pone verde, y empieza a imaginar su propia elegía rockera en torno a las almas perdidas de nuestra común vida cotidiana. Exhausto de humanidad, recorre su mente la película de ejecutivos capacitados que rodean su ámbito laboral, y se reafirma en que, hecha un lío como está la vida, no lo es menos dentro de la empresa, reflejo de esa crisis del humanismo que cantó el profeta de nuestro siglo. De modo que, se dice, que le den al exceso de especialización, a la ambición y que me dejen ocupar mi discreto lugar en este tablero de ajedrez. Jugaré a ser alfil protector de un rey huérfano de cobijo, vendedor de pañuelos a pie de calle, o de una reina extraviada en las lides de estéticas superfluas y promesas de amores centelleantes que se difuminan en el mercado como la neblina con la venida del sol. Sí, seré el alfil.


martes, 14 de abril de 2015

Las sombras de mi conciencia


Las sombras de mi conciencia son el hastío de la dedicación a lo ajeno. Antaño cercano, ojos que me dieron vida, hoy cuido de los lazos marchitos. Mientras otros delegan. Con la pequeña luz que da el plafón de mi dormitorio, me fijo en el jarrón vacío sobre la mesa. Ese jarrón en que, en otro tiempo, me sentí ramo. Y hoy, azares de una masculinidad incapaz de arriesgar al esfuerzo compartido de lo menor, más ocupado en televisiones y viajes, viviendo en un limbo que elude la conciencia, sin darse cuenta, claro, que con ello provoca una sombra en la mía. Hace tiempo que vacié del jarrón la última flor marchita, y, hastiada, emití un grito interior de rabia y rebeldía.


Un buen día me pongo la vida por montera, y encuentro una cierta alegría. Tomo las riendas de mis amores, pero caigo en desamores. Lanzada, quizá en busca de un nuevo hálito, me guía el impulso, la ensoñación y la fuerza del orgullo y la rabia. Esquivé sus besos en busca de una consolidación emocional, y cuando yo deseé los suyos él había caído de mi femenino elixir ¿Qué camino tomar? ¿Renuncia? ¿Vuelta al principio en busca de un semblante que me diera suerte diferente? Los lazos que creí sonrosados pedían una afinidad azulada, y yo no supe, por entonces, si sería lo mío la amistad con eso que el escarmiento llama el hombre y la vida a veces da nombre sexualidad divergente. De modo que puse a la masculinidad que conformaba mi habitual convivir a darse un chute de compromiso doméstico, salí en busca de unas flores con que llenar mi jarrón y me adormecí con la pequeña luz del plafón con la ilusión de que, quizá, la noche me diera el sueño de la paradoja que disipara las sombras de mi conciencia.

La esencia de ser mujer


A ritmo de jazz, la mente bamboleándose. Un pajarillo sobre el árbol verdecido por la primavera en mi ventana luminosa. En la soledad del presente, asaltada por el recuerdo cercano, me debato entre la pulsión cercana y una nueva ilusión. El rato que me deja libre la cocina, el trabajo de mollera y un necesario descanso, lo empleo en atusarme el cabello, hacerme las uñas y regalarme la vista de mi cuerpo ante un bonito vestido de escote pronunciado. Y, mirándome al espejo, me sé hermosa, afianzada entre la pulsión cercana  y una nueva ilusión. Mario entra, cigarrillo en el labio, invadiendo una intimidad que se suponía compartida. El amor hecho por el roce y el cariño, dicen. Yo le miro atenta, su cuerpo musculado deja ver la longitud del brazo y el cuello de su camiseta invita a recordar, con el final de su cuello, el inicio de su pecho. Se me acelera el corazón, hoy más salvaje que sentimental; la noción del tiempo desaparece, su cuerpo, sus caricias, mi excitación irrefrenada. Sin culpa ni perdón, cuando hemos acabado, tranquila, sé que quizá he perdido la oportunidad de esa nueva ilusión. Instinto animal, pasión terrena. Y, con la pausa de un paseo con brisa tranquila por la avenida que ladea la plaza en la que se observa, cuca ella, la luna llena entre edificios reseñables, me lo cruzo y atraviesa mi corazón con una mirada que descubre la historia de mi atardecer y, más allá, me otorga la esencia de ser mujer.

jueves, 2 de abril de 2015

Artista y aventurero


Descubrió cuando tuvo uso de conciencia que la vida social sería un extraño desafío en su vida. Nació con una inteligencia privilegiada y un cuerpo desafortunado. Además, no tenía facultades para el habla y el oído. Aprendió a adaptarse a la silla de ruedas, pero no a tener expectativas conformistas ante la vida. Descubrió, leyendo los labios de sus conciudadanos, los primeros detalles de las intimidades de esta vida que le fueron soslayados por derecho de nacimiento. No podía conversar, hacer el amor o viajar. Eso decían, y ello le provocó más de una lágrima superada por una ilusión tenaz, desafiante ante el vacío de la realidad. Fue cogiendo el gusto a las conversaciones mudas que percibía de su entorno, y empezó a fabular para sí en noches de vigilia. Aparecía ante él una bella mujer que lo abordaba con gestos delicados, imaginaba plácidas sobremesas conversando con ella y viajes a mundos exóticos. Paulatinamente, el mundo de la noche, se fue convirtiendo en su realidad. Con el paso de los años, cuando ya peinaba canas y estaba hecho a esa su realidad, los avances de la ciencia le dieron la facultad de caminar y el poder de conversar. Entonces, viajó por los barrios de su hermosa ciudad, que tan conocidos como eran en la extraña memoria que había configurado su recuerdo, le chocaban de tan diferentes que eran en la nueva realidad que empezaba a palpar. Creyó que tendría que aprender a amar, pero aquello le vino de forma natural; y se adaptó con tanta voracidad a su nueva condición, eso que él, irónicamente, llamaba su nueva vida tridimensional, que se convirtió en un hombre viajado, amigable y feliz. Cuando se hizo viejo, y su cuerpo empezó a dejar de responder, le dio por recordar sus andanzas de antaño y, cuando se aburría de recordarlas, las convertía en una memoria nueva gracias a la vieja experiencia de quien había tenido que inventarse una vida. Se decía a sí mismo que había sido artista y aventurero, porque primero supo fabular y luego vivir, y finalmente se había convertido en un viejo sabio a quien un día llegó el final de su  vida durante el sueño tranquilo.