Enfundado en un galante traje negro, el caballero reflexiona,
ajeno a los fastos de un carnaval que ya expira en los jardines de la casa.
Sobre una roca fija su mirada, y ahí que va a posarse su zapato, torciendo su
figura, que ahora apoya el brazo sobre la pierna mientras, con penetrante
inteligencia, lanza su mirada al horizonte que ya anuncia la aurora. Una
máscara llega impulsada por el viento a acompañarle. Se incorpora, la observa
dar un par de vueltas como si de un leve remolino se tratara y la caza al
vuelo. Observándola, se dice: “¡máscaras!” Aquello que en su juventud fuera un
mundo poblado de virtud y camaradería, se ha torcido con el devenir de los
tiempos, convirtiéndose en vicio sedicioso. Un padre recién desaparecido con
quien todavía conversa a través del sueño y la memoria y todos a una buscaron
el relevo en el longevo imperio de la costura y los viñedos. ¡Sedición!
Camaradas derrotados por la fuerza del miedo.
Sólo hay un medio: el caballero se pone la máscara y vuelve
al carnaval menguante. Los invitados duermen a su paso el opulento festín… una
mujer alza la mano en busca de su copa, pero cae de nuevo rendida antes de dar
el sorbo… y él se abre paso: atraviesa el vestíbulo; sigiloso, deja atrás el
salón y, con gesto angelical, saluda a los guardias, que le rinden tributo. Su
mente cavila con fuerza: desarmado, cerca ya de su dormitorio, le llega la
valentía final. A las puertas, el último de los guardias vigila el descanso del
padrastro traidor, quien difuminara con luz de gas la voluntad de una madre
apenas reconocible. Títere y diablo duermen al otro lado de la puerta, el
caballero da las buenas noches al vigilante y, tras ser correspondido, se para
y le pide fuego. Un momento en que la mirada pierde su atención en busca del
mechero y el hijo desheredado se lanza a por el arma del centinela último.
Salvas de metralla, se hizo justicia y el traidor ya duerme el sueño eterno.