viernes, 30 de enero de 2015

Yo


Ayer, como siempre, las leyes de la vida, me acosté. La noche ventosa agitaba las vidas, pájaros buscando buen recaudo; algún transeúnte despistado; árboles que luchaban por no ser vencidos en el zarandeo del temporal. Entretanto, yo buscaba la postura para encontrar la manera más cómoda con que encontrar el sueño, e iba perdiendo la agitación de la respiración que traía la estela de un día movido para ir entrando en un estadio de mar calma que despertó la conciencia de mis recuerdos: leves vibraciones en mi mente que se extendían placenteramente por un cuerpo progresivamente sedado. El mundo se iba recomponiendo y, yo, caía en el sueño plácido y profundo que empezaría a cerrar un nuevo círculo de sentido y madurez en mi vida.


Temprano por la mañana, serían las seis, mi sueño se desvaneció, o quizá se recogió tras la plataforma de la vigilia, como la luna se oculta tras la plataforma del sol. Seguía habiendo cierta agitación en el viento perseverante de las azarosas existencias exteriores, y la calle estaba cercana a salir de su pesadilla: faltaba una hora para que las farolas se apagaran dando paso a la luz natural, los peatones se atreverían, quizá sin otro remedio, a emprender el camino hacia sus destinos, salidos ellos también de un plácido sueño nocturno o, es posible, contagiados de la tormentosa noche exterior. A medida que me sumergía en las rutinas de primera hora, el sol de mi conciencia trabó amistad con su luna. El lapso de tiempo que recorre una vida hasta su madurez, tormentoso a ratos, confuso y enredado, sombrío, efusivo, amoroso y despechado, encontró la presencia bajo la definición personal de la clase, el decoro y la cortesía; el significado de aquello que había desafiado en la infancia, el raro instinto de supervivencia de la adolescencia asfixiante y los valores asentados en la juventud. Me di cuenta de que el molde que había ido creando en aquellos lejanos años se había ido llenando a base de perseverar y atravesar los obstáculos del tiempo para dar corporeidad a la figura que hoy soy. Porque, ante todo, soy yo.

jueves, 15 de enero de 2015

Péndulo amoroso


Sentado en una céntrica cafetería de la ciudad, el poeta esbozaba versos sobre papel blanco impoluto con su estilográfica. Se dejaba llevar por los largos cabellos rizados de un claro color castaño, por la juventud surcada en los rasgos de aquella cara pura.

 La mirada perdida en el fondo de su ideación regresaba sobre el ambiente abigarrado y mundanal, y sus ojos volvían a gozar de la privilegiada vista que le otorgaba su mesita redonda de mármol esquinada: ante sí, la amplia sala, la entrada acristalada, los grandes espejos en las paredes reflejaban vestidos cálidos.

Volvió sobre sus versos, hizo algún borrón y amó de nuevo el idealismo; las gafas afirmadas, el sombrero a un lado de la mesa, el reloj, tic tac, marcando la hora ignorado en el chaleco que sobresalía de la chaqueta. Allí, al fondo, absorto. Escritura rápida, tachaduras, caligrafía pausada… al cabo de unos minutos, alzó de nuevo la mirada y exhaló un suspiro de amor espiritual, blanco, celebrando que había tatuado sus rasgos en un hermoso poema.


 El elevado literato dio aquella misión por cumplida y pasó a buscar el beneplácito de un amor más mundano: se encendió un cigarrillo, lo fumó pausado mientras oteaba de nuevo el horizonte; miró la hora en su reloj y los concurrentes supieron que el artista ya podía ser abordado.

viernes, 2 de enero de 2015

El molde de la vida


Aquel anciano había sido un hombre joven y rudo. Al otro lado de la ley, se había dedicado al dinero fácil y la fuga rápida. Un día, con su bien preciado botín ya en el saco, perdió el favor de la fortuna: los policías le esperaban a la salida de la farmacia que acababa de robar. El destino fue la prisión y, cuando parecía llegarle el final del túnel con la condicional, fue atrapado en un nuevo robo. Los años fueron pasando y la rebeldía quedaba domada en un molde de madurez.

Pasados ya los cincuenta años, salió definitivamente libre. No era moco de pavo, pensó, el tiempo que había pasado en la cárcel. Reinsertarse, en un primer momento, fue difícil. Pasó penurias mendigando unas monedas y durmiendo en albergues. Sin embargo, la consistencia de la sabiduría adquirida hacía que su sentido de la justicia no se torciera.

Con el transcurrir de los años, se dio cuenta de que había pasado la mayor parte del tiempo, desde que sus canas recuperaron la libertad, en los alrededores de la catedral. Conocía todo tipo de anécdotas sobre la misma y, entre la gente que sabía, era ya un personaje que estampaba la zona con su aire humilde, ojos profundos y voz templada.

Pasaba los últimos tiempos sentado junto a la entrada del monumento, abrigado y debilitado por los achaques de la edad. Un turista japonés se le acercó, y le hizo una pregunta. Él no se movió. Se armó un revuelo.


Convaleciente en el hospital, pensó que la catedral había obrado un milagro; lo cierto era que volvía a sentirse vivo tras haber visto el umbral de la muerte. Los habituales del templo, tanto feligreses como paisanos de éticas más mundanas, se unieron para reivindicar un feliz final al curso de su dura vida: así, se hizo habitual ver una silla bien mullida en una sala a cubierto de la cafetería lindante con el majestuoso edificio, en la que nuestro anciano disfrutaba de un café bien caliente mientras contaba las anécdotas de la zona a quien quisiera acercarse a tomar una consumición al local. Gracias a las ayudas de la catedral y el distrito, el anciano pudo además tener cama y domingos de ocio. Y sintió, en el último suspiro, que había vencido al ladrón, al preso y al vagabundo para recibir la plenitud de sentirse un hombre útil y respetado.