El sol salía en un hermoso amanecer el día en que Marisa
vistió su cuerpo con un ceñido pantalón corto beige, y una estampada camisa
blanca. Siempre le había gustado ser algo cuca, y de ahí su gusto por el diseño
de bolsos.
El sol ya se había alzado lanzando la luz del mediodía cuando
ella, subida en el bote de recreo que la conducía los días de mar calma a
tranquilos paseos con su pequeño Julio, un chiquillo aprendiendo a descubrir
dónde estaba el norte en la vida, se atusó la melena rubia y, en un repente
desesperado, miró al marítimo horizonte. Suspiraba y emergía de ella una
profunda reflexión ¿qué hago? Entonces, empezó a ser consciente de la
respuesta: se había centrado en su trabajo y la educación del pequeño hasta tal
punto que se había quedado sin márgenes para una vida propia. El estímulo de la
ilusión en una nueva pareja, el circo de las amistades. Suspiraba por salir,
por viajar, necesitaba renovar el sentimiento del tacto ajeno hacia su piel.
Llegada a casa, era la hora del almuerzo. Dejó al niño
comiendo y no dudó en acercarse a la parcela de su vecino Miguel, fotógrafo de
profesión, quien se prestó a escuchar su plan. Bella de por sí, se hizo unas
fotografías en su bonito jardín, sin miedo a lucir, con un significado
renovado, sus sugerentes piernas. Luego, dejaron al niño jugando bajo los
cuidados de la empleada de hogar de aquel oportuno caballero y se fueron en el
jeep de él a una cala, donde Marisa se soltó levemente el cabello que había
recogido en una trenza, resultando de ello un moldeado algo desenfadado que
mostraba su bonita espalda, ocultando como en todas las fotos un rostro que se
convertiría en enigma, y finalmente, cuando la tarde ya declinaba, tomaron el
camino de vuelta.
Con el pequeño jugando feliz ante ella en el salón, Marisa se
puso a mirar las fotos en el ordenador. Luego, redactó unas líneas bien
meditadas, un mensaje claro que definiera su perfil y aquello que buscaba
encontrar. Y colgó lo uno y lo otro en un tablón de anuncios en internet.
Las respuestas oscilaron de lo soez a un estimulante tacto.
Inundada de mensajes, optó por hacer una criba curricular, y finalmente se
quedó con dos hombres a quienes ofreció la posibilidad de conocerse el fin de
semana. Con uno, quedó el viernes en una céntrica pizzería. Conversaron
amigablemente acompañados de un buen vino, y todo fluyó bastante bien. Sintió
que aquel hombre podría aportarle la ilusión que buscaba recuperar, y con
suerte despertarle el gusanillo que, una vez, le despertara su exmarido. Se
despidieron y quedaron en llamarse al entrar la semana.
El sábado fue diferente: su pequeño pasaba la noche junto a
su tía y sus primos, mientras mamá, decidida ya, buscaba un canguro de
confianza. Entonces, sin embargo, no iba tan convencida a su cita, y fue lo
suficientemente precavida como para no empezar por una cena: quedaron en un bar
de copas. Él apareció con una cazadora de piel sobre una elegante camisa azul
marino y pantalones vaqueros de color marrón. Daban firmeza a sus pasos unos
zapatos negros. Se sentaron en una mesa, tras intercambiar unas miradas, unas
palabras, unos gestos, acogidos por el aura de la música chill out. Iba
cavilando ella, en su subjetiva comparativa entre el hombre que tenía delante y
quien la acompañó la víspera. No pasaron de la segunda copa, pero la
conversación se dilató hasta que cerraron el pub. Entonces, al salir, un
trivial comentario de él cuando les había invadido la relajación del día que se
despedía, le entró como una descarga que encendiera su llama interior. Se
sintió afortunada al caer en la cuenta de que, aquel caballero, había hecho
aletear de nuevo mariposas en su vientre.