jueves, 24 de diciembre de 2015

Marisa a la busca


El sol salía en un hermoso amanecer el día en que Marisa vistió su cuerpo con un ceñido pantalón corto beige, y una estampada camisa blanca. Siempre le había gustado ser algo cuca, y de ahí su gusto por el diseño de bolsos.

El sol ya se había alzado lanzando la luz del mediodía cuando ella, subida en el bote de recreo que la conducía los días de mar calma a tranquilos paseos con su pequeño Julio, un chiquillo aprendiendo a descubrir dónde estaba el norte en la vida, se atusó la melena rubia y, en un repente desesperado, miró al marítimo horizonte. Suspiraba y emergía de ella una profunda reflexión ¿qué hago? Entonces, empezó a ser consciente de la respuesta: se había centrado en su trabajo y la educación del pequeño hasta tal punto que se había quedado sin márgenes para una vida propia. El estímulo de la ilusión en una nueva pareja, el circo de las amistades. Suspiraba por salir, por viajar, necesitaba renovar el sentimiento del tacto ajeno hacia su piel.

Llegada a casa, era la hora del almuerzo. Dejó al niño comiendo y no dudó en acercarse a la parcela de su vecino Miguel, fotógrafo de profesión, quien se prestó a escuchar su plan. Bella de por sí, se hizo unas fotografías en su bonito jardín, sin miedo a lucir, con un significado renovado, sus sugerentes piernas. Luego, dejaron al niño jugando bajo los cuidados de la empleada de hogar de aquel oportuno caballero y se fueron en el jeep de él a una cala, donde Marisa se soltó levemente el cabello que había recogido en una trenza, resultando de ello un moldeado algo desenfadado que mostraba su bonita espalda, ocultando como en todas las fotos un rostro que se convertiría en enigma, y finalmente, cuando la tarde ya declinaba, tomaron el camino de vuelta.

Con el pequeño jugando feliz ante ella en el salón, Marisa se puso a mirar las fotos en el ordenador. Luego, redactó unas líneas bien meditadas, un mensaje claro que definiera su perfil y aquello que buscaba encontrar. Y colgó lo uno y lo otro en un tablón de anuncios en internet.

Las respuestas oscilaron de lo soez a un estimulante tacto. Inundada de mensajes, optó por hacer una criba curricular, y finalmente se quedó con dos hombres a quienes ofreció la posibilidad de conocerse el fin de semana. Con uno, quedó el viernes en una céntrica pizzería. Conversaron amigablemente acompañados de un buen vino, y todo fluyó bastante bien. Sintió que aquel hombre podría aportarle la ilusión que buscaba recuperar, y con suerte despertarle el gusanillo que, una vez, le despertara su exmarido. Se despidieron y quedaron en llamarse al entrar la semana.


El sábado fue diferente: su pequeño pasaba la noche junto a su tía y sus primos, mientras mamá, decidida ya, buscaba un canguro de confianza. Entonces, sin embargo, no iba tan convencida a su cita, y fue lo suficientemente precavida como para no empezar por una cena: quedaron en un bar de copas. Él apareció con una cazadora de piel sobre una elegante camisa azul marino y pantalones vaqueros de color marrón. Daban firmeza a sus pasos unos zapatos negros. Se sentaron en una mesa, tras intercambiar unas miradas, unas palabras, unos gestos, acogidos por el aura de la música chill out. Iba cavilando ella, en su subjetiva comparativa entre el hombre que tenía delante y quien la acompañó la víspera. No pasaron de la segunda copa, pero la conversación se dilató hasta que cerraron el pub. Entonces, al salir, un trivial comentario de él cuando les había invadido la relajación del día que se despedía, le entró como una descarga que encendiera su llama interior. Se sintió afortunada al caer en la cuenta de que, aquel caballero, había hecho aletear de nuevo mariposas en su vientre.

sábado, 5 de diciembre de 2015

El pintor y su destino


Un día ventoso, frío y gris. Estaba algo triste: el invierno solía hacerle zozobrar. Llevaba todo el día encerrado, entre pinceles sin atinar a combinar el color adecuado en la paleta; las horas pasando despacio, la angustia invadiéndole en su soledad. Solía cumplir con su oficio como si de un ceremonial se tratara: bien ataviado, la larga melena recogida en una coleta mediante una goma de color intenso… La pausa para el té siempre era a las doce y a las cuatro.

Los días de creación transcurrían en la más absoluta soledad cuando, como entonces, se ocupaba de pintar paisajes. Hizo amistades entre sus modelos, no obstante, pues nunca recurría a fotografías: siempre observando del natural, tomando notas, trabajando con la memoria de la observación. Si bien bordeaba los cincuenta, había logrado que una modelo recién entrada en la juventud, de cuerpo formado, inquieta y con unas irrefrenables ganas de vivir, yaciese junto a él por puro placer cuando, había sabido a través de sus frecuentes conversaciones previas, mientras le pintaba la curva del seno o el hoyuelo de la sonrisa, tenía por costumbre ganarse la vida aprovechando su belleza a través de las artes del placer. Pintaba, o trataba de hacerlo, y añoraba el calor de la buena palabra o la caricia íntima; la observación natural de un bonito paisaje mientras respirara el aire puro.

Nunca se le vio perder la razón, lo que no le privó de gozar del buen vino y algún licor más fuerte. Su pequeño círculo siempre le apreció y, pese a creer haberse formado una fama de misántropo, era notoria su calidez. Cuando se hablaba del destino, él decía que una parte se la leyeron en las manos, otra a través de la inteligencia de un compañero penetrante y, el resto, decía, está por descubrir. Estaba, por ello, seguro de que ya había conocido al amor de su vida, y fue a una edad tan temprana que después se dedicó con arte a los placeres carnales; sabía que moriría solo, quizá pintando, quizá observando un bonito amanecer en lo alto del monte; pero no sabía si podría llegar a pintar la extrema belleza que su recuerdo conservaba del amor de juventud.


Se hicieron las cuatro y con ello la hora del té, lo removió con cariño mientras descansaba pensativo y, tras tomarlo, empezó a dolerle el pecho con intensidad creciente. Dejó la taza, cayó sobre el sillón y se desabrochó el cuello de la camisa. Respiraba trabajosamente, la cara le enrojecía ante el espejo, quiso tomar un pincel para esbozar la figura de la huella del amor sobre el hueco que dejaba el horizonte rosáceo del lienzo. Se le cayó el pincel, tiró el lienzo al intentar acomodar las piernas, y cerró los ojos angustiado. Entonces, cuando la vida ya se le iba, apareció iluminando las sombras de sus ojos la visión espléndida de su amada. La mejor creación de su imaginación le había llegado con su musa, que venía a a él para acompañarlo al final destino.