En el crudo invierno del valle, Estilio había hecho por
aprovechar las ganancias de una partida de cartas, comprarse una botella de
aguardiente y un paquete de cigarrillos. Con ello a cuestas y bien abrigado, se
acercó al río, a cuya orilla vio atardecer mientras el estómago digería el
fuerte licor, entre calada y calada. Con la noche cerrada, en calor por la
borrachera que ya le había entonado, fue cayendo en un estado de duermevela
hasta que el sueño profundo le llevó a un fantasioso descanso.
Despertó cuando faltaban un par de horas para que el sol
volviera a dar su luz. Entonces, aterido de frío, esta vez por la fiebre
producto del descuido, hizo denodados esfuerzos por desandar lo andado hasta
regresar a casa, dejando la botella vacía junto al río, pero apurando los
últimos cigarrillos entre ataque de tos y ataque de tos. Entraba al pueblo con
el alba, una profunda angustia se adueñó de su persona, como si despertando el
día, despertase de nuevo él a su cruda realidad tras el viaje alcohólico, de
penas ahogadas en la ilusión de un mundo mejor que, vio con crudeza, nunca
existiría.
Tiritando, se quedó quieto, pensó en la familia y supo que
nunca la tuvo ni la tendría; pensó en la amistad y supo que se contó con los
dedos de una mano, amputados por la edad; pensó en el amor y sonrió recordando la
lozanía de la juventud… luego, le vino a la cara la pesadumbre del amor de
barra y hostal; pensó, por fin, en la valentía y creyó que debía tenerla para
hacer confluir la sabiduría del momento adecuado con el paso hacia el fin. Sacó
la pistola que le acompañaba día y noche en aquel antaño feliz valle y tuvo su
último pensamiento para el recuerdo de la brisa sobre su rostro en los veranos
juveniles junto al río.