El cabello completamente cubierto de canas, hace un esfuerzo
para levantarse de la cama. Los huesos le duelen horrores por la mañana, por
ello apura las horas en horizontal, salvo cuando se ve urgida a ir al servicio
antes del alba.
Ella solita, pues solita es como quiere vivir a pesar de
tener la posibilidad de una residencia o ser acogida en el hogar de sus hijos,
se prepara el desayuno, siempre con la muleta a mano. Unta las tostadas como
puede, pues el tacto ya no es el mismo y la vista hace tiempo que se convirtió
en un leve discernir. El cacao le ha caído, en parte, fuera de la taza, pero
sabe por el gusto que todavía conserva que ha caído lo suficiente dentro como
para darle sabor. Al acabar el desayuno, se dice “qué asco de vida, esta de la
decrepitud”, y piensa que sería una suerte morirse.
Sin embargo, cuando a media mañana llegue su hijo, no
precisamente lozano, pues se jubiló un par de años atrás, para verla y
prepararle una comida de exquisito paladar, le dibujará una amplia sonrisa.
Luego, sí, empezará a despotricar contra el mundo. Pero él la entiende y no se
escandaliza. Atento, le dejará preparado un vaso de leche para media tarde y un
consomé para la noche. Luego, dejándola medicada y acomodada en su amplio
sillón, se despedirá hasta el día siguiente o, si le hace el relevo su hermano,
hasta al cabo de un par de días.
Sola ella ya, se fija en la imagen de su marido sobre el
estante junto a la televisión. Es una foto de los últimos años, pero conservaba
la misma expresión que cuando le conoció. Aquella expresión que tanto amó y
tanto detestó; la expresión, al cabo, que la acompañó en el viaje de su vida. Luego,
deja que la mente vuele entre sonrisas y exabruptos a sentirse partícipe de la
tertulia radiofónica. Se cansa de la radio cuando ya ha anochecido y, dejando
el vaso de leche para el desayuno, se calienta la taza de consomé. Sentada con
asco ante las tonterías de la televisión una vez terminadas las noticias,
escucha un audiolibro en su Tablet y, tanto es su gusto por la lectura, que se
siente, de un lado alegre por poder escuchar cuentos, y de otro nostálgica y
frustrada por no poder leer ya aquellos novelones o sencillas poesías de antaño
por su cuenta.
Finalmente, cansada, se dirige a tientas hacia la cama, se
pone en una postura adecuada para que no le duelan los huesos al dormir y
cierra los ojos con la sensación de que será más que probable que al día
siguiente tenga que seguir dando el callo de la longevidad.