viernes, 25 de marzo de 2016

El callo de la longevidad


El cabello completamente cubierto de canas, hace un esfuerzo para levantarse de la cama. Los huesos le duelen horrores por la mañana, por ello apura las horas en horizontal, salvo cuando se ve urgida a ir al servicio antes del alba.

Ella solita, pues solita es como quiere vivir a pesar de tener la posibilidad de una residencia o ser acogida en el hogar de sus hijos, se prepara el desayuno, siempre con la muleta a mano. Unta las tostadas como puede, pues el tacto ya no es el mismo y la vista hace tiempo que se convirtió en un leve discernir. El cacao le ha caído, en parte, fuera de la taza, pero sabe por el gusto que todavía conserva que ha caído lo suficiente dentro como para darle sabor. Al acabar el desayuno, se dice “qué asco de vida, esta de la decrepitud”, y piensa que sería una suerte morirse.

Sin embargo, cuando a media mañana llegue su hijo, no precisamente lozano, pues se jubiló un par de años atrás, para verla y prepararle una comida de exquisito paladar, le dibujará una amplia sonrisa. Luego, sí, empezará a despotricar contra el mundo. Pero él la entiende y no se escandaliza. Atento, le dejará preparado un vaso de leche para media tarde y un consomé para la noche. Luego, dejándola medicada y acomodada en su amplio sillón, se despedirá hasta el día siguiente o, si le hace el relevo su hermano, hasta al cabo de un par de días.

Sola ella ya, se fija en la imagen de su marido sobre el estante junto a la televisión. Es una foto de los últimos años, pero conservaba la misma expresión que cuando le conoció. Aquella expresión que tanto amó y tanto detestó; la expresión, al cabo, que la acompañó en el viaje de su vida. Luego, deja que la mente vuele entre sonrisas y exabruptos a sentirse partícipe de la tertulia radiofónica. Se cansa de la radio cuando ya ha anochecido y, dejando el vaso de leche para el desayuno, se calienta la taza de consomé. Sentada con asco ante las tonterías de la televisión una vez terminadas las noticias, escucha un audiolibro en su Tablet y, tanto es su gusto por la lectura, que se siente, de un lado alegre por poder escuchar cuentos, y de otro nostálgica y frustrada por no poder leer ya aquellos novelones o sencillas poesías de antaño por su cuenta.


Finalmente, cansada, se dirige a tientas hacia la cama, se pone en una postura adecuada para que no le duelan los huesos al dormir y cierra los ojos con la sensación de que será más que probable que al día siguiente tenga que seguir dando el callo de la longevidad. 

viernes, 11 de marzo de 2016

La voz de alarma


Un sencillo conjunto de sauces fue plantado frente a la ventana de su habitación cuando sus padres le dieron un espacio propio donde crecer. Apenas gateaba cuando, de los pequeños montículos de arena, empezaban a sobresalir los tallos. Sin embargo, lo recordaría muchos años después como una de esas escasas pero vívidas escenas que le quedan a una persona grabadas de la infancia.

Corrió la ventura de unos primeros pasos en esta vida que le dieran impulso para el devenir futuro. Vivió con cierto rubor el desarrollo de su feminidad durante la adolescencia pero, cuando llegó la juventud, pasó de un estado introvertido que llegó a creer inmutable a florecer en la amistad y el amor. Superaba los reveses con una determinación que, inconscientemente, a ratos le hacía pensar por analogía en las fases iniciales de su vida: de nuevo, sentía la plena fuerza de vivir.

Lo cierto fue que, tras varios lances amorosos de los que nunca se arrepintió, encontró un extraño despertar por la simple compañía de un joven complejo y de aspecto poco llamativo. Se extrañó de que aquella rara deriva la hiciese dejarse llevar por impulsos que antes nunca hubo seguido, reflexiva como había sido siempre ella. Con el tiempo, la novedad agitada se convirtió en un tranquilo estado de pareja felizmente asimilado.

Un buen día, estudiando el último curso de medicina general, se dio cuenta de que, su vida, era ya su estado. Estudiando que estaba un sesudo tratado sobre el sentimiento humano cuando le saltó la voz de alarma: la felicidad en la vida, se puso a reflexionar como antaño, esta vez con el pensamiento algo acelerado, está sujeta a condicionantes ¿Podía ella supeditar la suya al casi exclusivo de un amor pleno? Se sintió repentinamente falta de libertad y, recobrando la rebeldía del impulso que tuviera en el segundo amanecer de su vida, creyó sentir una tercera oleada de vitalidad.


Hizo las maletas, concluyó la carrera como pudo y empezó a trabajar en un hospital. Todo el mundo la veía llena de iniciativa y fuerza en su entorno. Trabajaba, viajaba, disfrutaba de la cultura fina y del buen paladar. Pero, un día, de vuelta en su piso tras un día de trabajo poco intenso que, sin embargo, fue abriendo paso desde temprana la mañana a inconscientes balances emocionales, se sintió fatalmente cansada. Preparó una ensalada acompañada de algo de agua mientras su vida iba pasando ante ella: pensó en los sauces que crecieron con ella, en los años de timidez, en la feliz juventud y el colofón del amor. Le entró una prisa feroz por ponerse en contacto con su viejo amor abandonado. Lo primero que se le ocurrió cuando vio que los teléfonos de contacto personal habían sido dados de baja fue llamar a los padres de aquella víctima de la ingratitud o, quizá, el irreflexivo impulso juvenil. Se puso al aparato el padre, que reconoció al instante la voz de la chica. Con tono grave, le notificó su muerte por dolencias del alma tras quedar abandonado, y se disculpó acompañando con un suspiro de ingrato recuerdo el teléfono hasta colgarlo. Ella estalló a llorar, reconociendo en la ausencia querida lo que de vacío tenía, ya, su presencia bajo la bóveda celeste.