sábado, 14 de octubre de 2017

Aprender a vivir


Un chaval fue creciendo hasta convertirse en hombre. Constituido como tal, creyó llegado el momento del dinero, la perspectiva vital y tantas otras cosas que habían anidado en sus sueños a temprana edad. Sin embargo, caminando día tras día en trayectos que se hacían especialmente similares, no veía que la experiencia de la vida ni el nacimiento de la conciencia adulta llegaran. Había nadado con determinación en busca de la isla del tesoro, el remedio universal de la madurez. Pero lo cierto era que no crecía su bolsillo, ni conquistaba por su elocuencia, ni mucho menos había alcanzado un añorado sosiego. Un día, al salir de la panadería, se fijó en el mendigo al que siempre esquivaba con la mirada. Al día siguiente, inició una conversación con una mujer anciana que le dejó perplejo y luego pensativo. Con el tiempo, fue dejando de soñar y notó que iba conectándose con lo más cotidiano de la vida. Ya no añoraba el dinero, ni la conquista de la feminidad con la que ya fantaseara su adolescencia, ni sentía la ansiedad por saber con certeza la verdad de las cosas que le había acompañado prolongadamente. Simplemente, aprendió a estar en el presente, proyectarse un poco en el futuro ante un café y amar sin compromiso ni requisito. Aprendió a vivir.

jueves, 5 de octubre de 2017

La sombra de un milagro


El gran creador lidiaba con la flor y nata de la economía del lugar. Era un hombre vanidoso, visionario y torrencial. Siempre pensaba a lo grande. Los edificios que creaba eran de una singularidad que dejaba a todas luces su impronta. Sin embargo, el vuelo celeste de su pensamiento necesitaba de alguien que lo enraizara en la tierra. Un aventajado discípulo se convirtió en su ayudante. De él surgirían distinguidos detalles de la obra que pasaban para todos como creación del afamado maestro. Hacía algún proyecto por su cuenta, pero él lidiaba con el tendero que había logrado unos ahorros para realizar, a través de las dotes del discípulo, el sueño de su vida. Nada de corbatas, trajes y brindis en salones distinguidos para el terrenal creador. Él creía que en una impronta más humilde, en las personas y en el recuerdo de las formas inmateriales. Mientras su maestro fue un cascarrabias de solitario ego sin lazos familiares ni demás afectos más allá de la sombra de un milagro, las apariencias artificiales y su obra material, su discípulo le dio una  tierra sobre la que asentar sus delirios y un hombro sincero sobre el que llorar sus ocultas debilidades. Al final, la grandeza estuvo, no tanto en la  vista alzada al sueño celeste, sino en la tierra firme sobre la que se produjo aquella feliz confluencia de talentos. Nada más que la sombra de un milagro.