La nostalgia me invadía sentado en el banco junto a la
desembocadura del río el en el vasto mar. El cielo gris y mis recuerdos
emergían, sin dar sosiego a la desmemoria. Los años transcurridos, el tiempo
perdido. Anclado como había estado durante años a una experiencia que dejaría
la profunda huella de un nuevo gesto en la expresión de mi cara. Una sonrisa
antaño vivaz se tornó taciturna, una ceja arqueada con ironía perdió su brío.
Joaquín fue hombre cultivado, gran amigo con quien compartir afinidades en desuso.
Marga, su esposa, una muestra de agudeza para la percepción del mínimo detalle
en las interioridades, fortalezas y flaquezas, de esta nuestra compleja
condición masculina, que apenas nos es dada conocer.
En la armonía de una amistad profunda entró la marejada de
aquella sutil feminidad, curiosa hasta el peligro con tal de asir la esencia de
la vida. Y fue así que primero llegó su presencia atenta, luego la persuasión de
sus palabras y, finalmente, el fulgor de sus labios y mi ansiedad por las
formas de su cuerpo. El triángulo dejó al descubierto sus aristas y el brillo
de la cómplice amistad viró en suspicacia e inseguridad. En un territorio
dominado por una mujer que nos había conquistado a los dos, quienes la
adorábamos en la soledad del teclado de nuestros escritorios. Con la única
inspiración de un vínculo salvaje que nos arrastraba en su deriva hacia el mar
al que iban a dar las aguas de aquel río que entonces me acercaba a contemplar
entre suspiro y suspiro y hoy contemplo desde el invierno de mi vida, en un
banco que ya empieza a humedecerse por una llovizna que amenaza con convertirse
en tormenta. El cauce de una vida cuyas aguas se hundirán definitivamente,
cualquier tarde, desde una habitación con vistas a este lugar en medio de un
recuerdo marcado. La señal de que he vivido; la amistad, la pasión y su
tormento.